APESTA A CADÁVER
«El hombre despide un olor particular: de entre todos los animales sólo él apesta a cadáver.»
E.M. Cioran
Y si.
Nos apapachamos jurando la inmortalidad del alma, aunque ésta, para lo que sirve, da igual si esta viva o muerta. Ahora, francamente es maravilloso pensar que estamos más muertos que vivos. Que somos futuros cadáveres y aquello a lo que llamamos vida es solo el largo proceso de descomposición de nuestro cuerpo.
Si bien, el encuentro con lo inevitable es aceptado desde que la conciencia nos revela la noción de finitud, el verdadero horror no está en el evento mismo sino en sus condiciones. A mi, por ejemplo, me aterra la idea de que mi muerte inspire una tragedia. (Sabemos de cierto que, si este escenario se prometiera, más de uno apresuraría su fin y esto, para su desgracia, los haría mas mártires melodramáticos que héroes épicos). Y, por favor, que los dioses me salven de un fin en calzones sucios, con un gesto que termine inmortalizado en algún meme y que yo no pueda verlo. Me parece tremendo que la muerte esté privada de uno mismo y que la verdadera aporía trágica en torno al morir y la muerte sea que uno no pueda gozar del acontecimiento mismo. Son enormes las implicaciones de una afirmación que parece de principio tan sin chiste: mi muerte. O, mejor dicho: estoy muerto.
Es por eso que el rito prodigioso de vivir la muerte en otro, llena y conforta ese vacío que nos deja lo que en realidad es imposible. La facultad catártica de lo teatral radica en su incansable necesidad de recordarnos la muerte. ¿Y lo logra? ¿Nos queda claro? Nos enseñan que el teatro es ese lugar donde nobles y mundanos expían su tristeza por no poder ser los organizadores de su propio entierro, aja. Pero la verdad es que es el espacio donde los pervertidos y morbosos le hacemos frente a la parca y en ominosa afrenta le exigimos ser creativa, le imploramos sorprendernos.
Vagamos a boca llena de un discurso donde la muerte nos enseña y nos cura, y que la mística/mágica/bella vida no sería sin la muerte. La vida es una mierda. Vaya, la vida es la que mata. El sinsentido del miedo al final nos lleva a su sacralización, y la muerte y el teatro no pueden (ni deben) ser espacios santos pues les arrancaríamos sus propiedades más valiosas: su amoralidad y su insumisión. La muerte es el gran acontecimiento del teatro porque nos permite dar cuenta del absurdo miedo al apagón definitivo y recoloca la mirada en la forma en que este sucede y disfrutarlo, porque de otra manera sería imposible. En la vida la lloramos y maldecimos, pero es desde la platea donde nos damos el privilegio licencioso de desearla y de eximirla. De desearla y eximirla al prójimo y a veces, con suerte, a uno mismo. Vamos al teatro para suspirar aliviados cuando aquel villano hijo de puta es asesinado de la forma más poética o para retorcernos en carcajadas cuando un insoportable héroe maniqueo muere del modo más absurdo. ¿Y quién dice qué es lo poético, qué es lo villánico, qué es maniqueo? Yo. Porque yo soy quien mira. Yo soy el no muerto. Porque el teatro me brinda las virtudes de lo obsceno mientras yo le brinde lo indecente de lo humano.
La muerte no le pertenece al muerto más que al vivo y no hay mal que la muerte no cure. Como dice Peter Sloterdijk: sólo los cuerpos de los muertos pueden localizarse sin ambigüedad. ¿Y qué es el teatro, sino un bello cadáver?
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